El otoño se estrena, inundándonos de hojas y recuerdos. Como una alegoría, entre hoja y hoja caída, honramos desde las raíces a nuestros desprendimientos.
En la antesala de la gran fiesta de invierno, unidos en la Esperanza, creencias, rituales y tradición se visten de emoción, agua, flores, papel y tiempo. Jugando con lo etéreo o lo eterno, invitamos a espíritus y huesos, para adornar de muerte nuestra vida y revestir de dulce a nuestros miedos.
«Y entonces vio la luz. La luz que entraba
por todas las ventanas de su vida.
Vio que el dolor precipitó la huida
y entendió que la muerte ya no estaba.
Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.
Acabar de llorar y hacer preguntas;
ver al Amor sin enigmas ni espejos;
descansar de vivir en la ternura;
tener la paz, la luz, la casa juntas
y hallar, dejando los dolores lejos,
la Noche-luz tras tanta noche oscura».
(J.L. Martín Descalzo, 2002)
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